Corre el verano de 1958 y en un rastrojo, sobre unas
balas de paja, aparecen los cadáveres de dos peones agrícolas. Al principio
todo hace suponer que se trata de una reyerta que han sustanciado las navajas,
aunque no se encuentran en la escena del crimen como tampoco hay sangre.
El suceso ocurre en Villaciegos, un pueblo tan
minúsculo como los medios de que dispone el jefe de puesto de la Guardia Civil,
el teniente Gastón, auxiliado por el sargento Trípodes, un veterano de bofetada
pronta; el cabo Emérito, pagador, arriero y albéitar del cuartelillo, y la
pareja de inefables Facundo y Solís.
Recién llegado de la capital el teniente, de talante
urbano, choca con la idiosincrasia rural y deberá valerse de los suyos, del
pueblo de siempre.
Encomienda las autopsias al boticario local,
Segismundo estudia Medicina y tiene conocimientos forenses. Enseguida descubren
que a un muerto le han desangrado y al otro, el tonto del pueblo, le falta el
corazón. Descartada la riña a navajazos comienza la instrucción y los interrogatorios
que abren varias vías de investigación. Las primeras pistas conducen hacia los
Heredia, un clan de temporeros gitanos. Pero nada es lo que parece. Don
Braulio, el cura de Villaciegos, mantiene una sospechosa relación con la viuda del
degollado.
Los intereses caciquiles imponen la inmediata
solución del caso pero nuevos crímenes lían y acrecientan la investigación: hallan al notario y
juez de paz ahorcado en su casa. Una prostituta es arrojada a las vías y es destrozada
por el tren. Aparece una forastera sin cara por un escopetazo. Destripan a un
cortijero.
Para acabarlo de arreglar añejos rencores, de cuando
la Guerra Civil, vendrán a inmiscuirse en las pesquisas.
Lo dicho un drama rural.
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